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Ximena del Cerro/Cortesía/TNS
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Me perdí buscando al dentista. Iba por una resina en una muela de arriba del lado derecho, aparentemente agujereada, que me dolía. Probablemente nada de qué preocuparse, pero estaba preocupado. Sin poder masticar de ese lado, sin dormir bien, el dolor subía de vez en cuando hasta la encía.

Donde debía estar el consultorio de mi dentista había una casona colonial abandonada. Soy pacífico. No peleo, ni siquiera contra las enfermedades, y me ha tomado años aceptar esa parte de mí. Mi supervivencia depende de la obsesión que tengo conmigo mismo y de una alineación de doctores, pacientes y muy buena gente.

Una enredadera de campanita morada salía del hueco donde alguna vez hubo una ventana, y podía ver que varias secciones de la fachada estaban apuntaladas. Me incliné intentando arrancar una de las flores y un tipo asomó por la puerta entreabierta. Tenía camisa verde, descosida de uno de los hombros.

“¿Se te ofrece algo?”.

Pregunté si había un dentista por ahí. Lo pensó un segundo, abriéndose la camisa con la mano derecha.

“Sí”, aseguró. “Yo”.

“¿Dentista?”.

“Sí, cabrón, ¿qué necesitas?”.

No era dentista. Al hablar el movimiento de su labio superior dejaba ver una cavidad de más de dos dientes en la encía superior. Pero hablaba con toda autoridad.

“¿Qué necesitas?”, repitió.

Señalé mi boca, y estudió mi cara durante unos segundos.

“Son cincuenta pesos, güerito”.

Salió del portón desvencijado y se quedó esperando al lado de mi ventana. Su autoridad emanaba de su disposición para sacar un cuchillo y matarme en ese instante si no le daba el billete que pedía.

Le pagué, perdí mi cita donde fuera que estuviera el consultorio del dentista, y el dolor desapareció. Lo que sea que tenían que arreglar en mi muela se quedó conmigo. Regresé pensando en mi hermano, cómo habrá sufrido antes de su óbito. Y mi mente asoció eso con las clases de escultura después de la escuela, en las que hace mucho no pensaba. Laurita meciéndose en su silla, atrás y adelante, cerrando los ojos, imaginándose nuestras miserias si elegíamos el mismo camino que ella.

“Algunos de ustedes están medio vivos, por eso es peor de lo que imaginan”, explicó, “y esos son los afortunados. Los demás son betas en su pecera diminuta fingiendo ser parte de la naturaleza salvaje”.

“De verdad que no saben en lo que se meten”, concluyó.

Yo y otros dos chamacos con algún pariente cercano muerto, embarradas todas las manos de masa para modelar. Diez, a lo mucho 12 años, y en el fondo todos entendíamos que, en efecto, no teníamos idea en qué estábamos metiéndonos. Por lo menos yo no la tenía. Mi hermano acababa de fenecer y podía imaginar cuatrocientos treinta y tres futuros distintos para mí; es decir, ninguno. No sé bien cuál era el rol de la escultura en todo esto, pero las clases de Laurita poco tenían que ver con escultura.

“Observen primero, y luego vuelvan a observar. Después haremos otra cosa”. Después de observar, Laurita seguía observando.

Nos enseñó a contemplar.

Qué tan lejos debíamos estar de un objeto y dónde debían posarse nuestros ojos. Dijo que por la forma en que alguien miraba podía decir si esa persona era capaz de entrar en la sensibilidad de la obra.

“Tú”, me dijo, “tienes sutileza en la mirada, eso es la mitad en la carrera de un artista”.

Intentaba descolocarnos de vez en cuando, diciendo nuestros nombres con convicción, aunque lo que más le gustaba era esperar a que estuviéramos callados para empezar a hablar de lo que no debíamos olvidar.

“Recuerden nunca ser el espejo del mundo a su alrededor. Piensen en ustedes como una ventana”.

“Recuerden nunca llevar a un ciego a una competencia de vista”.

Mucho que recordar. La mayor parte de las cosas que decía se iban de mi mente antes que el sonido del Atoyac. Admiraba a di Lampedusa. Su nombre me sonaba portugués, e imaginaba a aquel hombre barbón filosofando en el Amazonas. A ella di Lampedusa le enseñó la diferencia entre humanos comunes y artistas. Los humanos comunes convierten sus fortalezas en armas. Los artistas convierten sus debilidades en armas.

Laurita trajo una mesa hecha de plastilina y le dijo a Luis que la golpeara con un martillo.

“Lo más fuerte que puedas”.

Se volteó a decirnos que no lo intentáramos solos en nuestras casas y Luis interrumpió su orden con un mazazo que partió la mesa. Ella volteó violentamente, le arrebató el martillo a Luis y pidió que le trajéramos el té que había dejado en su cocina.

“Dije que traigan el té”, ordenó.

No nos movimos. Luis seguía frente a la mesa, como si hubiera destruido el objeto más valioso de sus padres. En las manos le quedaba grasa del mango del martillo.

Laurita le dijo que dejara de verla como si fuera a regañarlo y que trajera el té que estaba al lado del fregadero. Luis relajó un poco los cachetes.

“No es correcto que entre a su casa, profesora”.

“No vas a robarte una botella de ron”, le contestó echando los ojos para atrás. “Eres uno de mis discípulos, no vuelvas a contradecirme”.

No me volteé, pero quería.

Luis se fue y apareció tres minutos después con una taza llena hasta la mitad de agua y un sobre nuevo de té de manzanilla.

Laurita abrió el sobre y lo puso en la mesa de cristal. Hierbas compactas, en trozos más grandes de lo normal, inodoras.

Luis encogió los hombros cuando Laurita le preguntó de dónde agarró el sobre.

“Usted dijo que quería té, y yo busqué un sobre para preparar un té”.

“¿Probaste lo que había en la taza antes?”.

“No”.

Laurita empezó a hablar y negó con la cabeza.

“Ni se te ocurra tomártelo”, dijo antes de desaparecer por la puerta de la cocina.

Luis habló de esos dos minutos dentro, pestañeando mucho. Todos sabíamos que su madre estaba cumpliendo una sentencia en el CERESO de San Miguel, por homicidio culposo. A mí “culposo” me sonaba a que lo había hecho con toda la intención, así que le tenía miedo a la mamá de Luis, y a Luis mismo.

Luis dijo que entro de la cocina nada parecía ser la casa de Laurita. Un lugar arreglado, limpio, y con una foto de su madre (la madre de Luis) en un cajón.

Me enojaba imaginarme esa imagen, pensar en Luis dentro de esa casa. Laura era mía, no suya. En clases subsecuentes, mientras ella corregía el movimiento de manos de alguien más sobre la masa, yo me quedaba viendo la puerta de la cocina, intentando descifrar sus contenidos.

******

“Laura debería romper algunas ballenas”, decía Luis. “Hazle espacio”.

“Para eso tenía que traer a su equipo con ella”, decía Rodrigo. “Necesita apoyo si va hacer todo eso”.

“Su trabajo es como el de los que hacen momias”, dijo Luis, “si deja que le de la luz se convertirá en polvo”.

Preparábamos más té y lo esparcíamos hasta que no quedara rastro. Entonces Laurita regresaba con un mezcal y un papel informe en la otra mano.

“¿Qué harás con eso?”, le preguntaba.

Laurita seguía caminando en medio de nosotros, murmurando algo sobre la dificultad de ser felices.

“Tiene que traer a su equipo”, insistía Rodrigo.

Laurita volvía a encerrarse en la cocina, con su mezcal, mientras nosotros volvíamos a modelar. A veces ni siquiera salía cuando la clase había terminado. Todos nos despedíamos moviéndole la mano a la puerta y nos íbamos.

******

¿Por qué Laurita? Era fuerte, su complexión solo admitía músculo. Tenía la frente ancha, con una cicatriz justo en el centro que parecía un divieso, pero imposible de exprimir, y que reaparecía cada que ella, en un ataque de ansiedad, la arrancaba con las uñas. De estatura baja (ahora pienso que uno sesenta, más o menos), y mirada penetrante. Llevaba siempre un overol de mezclilla, pero debajo una playera escotada que dejaba ver el inicio de sus senos y me ponía nervioso. Su overol era como la bata de un doctor que debajo tiene pantalones de mezclilla Old Navy y una camisa Polo: un disfraz temporal de artista.

Llevaba un registro del trabajo de cada uno de sus discípulos. Eso nos decía. Si seguíamos observando durante cinco años nos dejaría leer su registro de nuestro trabajo como premio. Como vivir en una casa toda una vida y después recibir un tour por cuartos que siempre estuvieron cerrados. Pero en este caso la casa, y esos cuartos cerrados, ambos, éramos nosotros. Cada uno de nosotros.

La pensaba en su estudio sola, dibujando sus observaciones. Recordando nuestros movimientos, aforando mi potencial, tramando planes sobre nuestras limitaciones, todo lo que nos asustaba y no debería asustarnos, las cosas que sí debían acoquinarnos y no lo hacían, nuestros futuros sin sentido.

Decisión nuestra. Contemplar cinco años y ver el registro, o salirse y seguir pagando el recibo de luz de cuartos que nunca usaríamos.

“Los conozco mejor de lo que ustedes se conocen a sí mismos”, solía decirnos. Tanto lo dijo que empecé a creerlo.

******

En sus clases, para mí, no había medias tintas. Entendía todo o absolutamente nada. Me confundía mucho la competencia de vista. ¿En dónde las hacían? ¿Quién las organizaba? ¿En qué consistían? ¿Cómo acabaría un ciego en ese lugar?

En la escuela, en la escuela normal, digo, la de las mañanas, eso se iba de mi mente. Usaba los pants martes y jueves, y lunes, miércoles y viernes los pantalones grises de cuadritos con la camisita polo y el suéter rojo. Tenía todos mis libros forrados y contestaba los ejercicios del libro de civismo en una libreta aparte, porque la maestra aseguraba que los libros no se rayan.

“¿Por qué no lo haces en el libro? Es más fácil”, me decía un compañero rebelde.

“Porque la maestra dijo que no”.

“Qué tonto”.

Quién sabe por qué ese compañero tenía las agallas para salirse de los esquemas impuestos en una primaria conservadora poblana, pero pronto lo cambiaron de escuela, dejó de haber agitación cuando la maestra daba la orden ridícula de no rayar libros, otra compañera feneció de una enfermedad desconocida. En los minutos de silencio que le dedicaron en la siguiente ceremonia de honores a la bandera en el patio central yo pensaba en los momentos en que llegaba a mi casa y veía a mi hermano durmiendo en la otra cama de la litera. Fue unas semanas antes de que muriera. Su cuerpo estaba rígido, pero su gesto era relajado, y yo caía en la cuenta de que nunca lo había visto dormido. Luego uno de mis compañeros en la fila de atrás empezó a hacer el sonido de un avión, los demás lo siguieron y el silencio colapsó.

“Irrespetuosos”, nos dijo nuestra profesora.

Esa fue la profesora que me dijo que a mi edad ella ya había leído todo Juan Rulfo, pero cuando le pregunté por Lautreamont su cara reveló que no tenía idea de lo que estaba hablándole. Quería mandarme a la Olimpiada del conocimiento y organizaba concursos en el salón para ver quién sabía identificar más países en el mapamundi, pero siempre que me tocaba fingía desconocer el país que ella señalaba.

No veía el punto en competir dentro de la sociedad. La palabra excelencia carecía de peso en mi mente. Lo que yo quería era que mis enemigos desaparecieran. Lo más violento que estaba dispuesto a hacer era enviar un avión con bombas que yo nunca vería, como en los videojuegos de guerra que me gustaban, pero en los que siempre perdía cuando jugaba contra algún amigo.

******

En el estacionamiento de Angelópolis Viktor está sentado en dónde los proveedores entran a Liverpool, con una playera blanca de cuello redondo, que deja ver sus vellos cuasi transparentes de la axila cada que levanta un brazo como pidiendo clemencia. Luis, con una camisa Polo azul antimayestático, con el logo gigante estampado en amarillo en el pectoral izquierdo, plantado con los pies a la misma altura, con los talones más cerca entre ellos que los dedos de los pies. Luis tenía lentes de aviador Ray-Ban cafés, recubiertos de piel en la parte superior de cada lente, y además de no necesitar un tercer punto de apoyo, Luis apretaba un Pelón Pelo Rico con la mano izquierda, para acabar de darle un aire de machito alfa dueño del grupo.

“¿Andas perdido, güerito nalgas meadas?”, le decía Luis.

Viktor balbucea algo ininteligible.

“¿Qué? ¿Qué dijiste?”.

Viktor calla.

“Te estoy preguntando algo”.

De su palma derecha sale el primer manotazo que termina en la parte superior de la cabeza de Viktor, y los correspondientes brazos del alemán protegiéndose. Balbucea algo, ininteligible.

“Aprende español, pinche güero desabrido”, y descarga otra vez su palma. La defensa de Viktor impide que llegue a la cabeza, así que Luis intenta otra vez, pero solo llega a darle en la nuca.

“Le hace falta otra probadita”, dice una voz que no distingo.

“Déjalo”, ordeno yo.

Luis se traga el pedazo de Pelón Pelo Rico que tiene en la boca y me amenaza:

“Puedo matarlo si quiero en este instante”

“¿Por qué no lo ayudas?”, sin saber si soy yo el que hace la pregunta o el que no sabe qué contestar.

“Porque no voy a arruinar mi playera”, y creo que soy yo el que contesta.

******

Ese fue el año en que feneció mi hermano y a la mamá de Luis le diagnosticaron esquizofrenia en el CERESO y los papás de Rodrigo se divorciaron luego de una pelea interminable por la custodia. Todos supimos de los problemas incluso antes de que empezaran, porque su mamá le pedía a Laurita cada que lo dejaba en clase que por favor no lo dejara ir con nadie más al final, ni siquiera con su papá. En El Sol de Puebla decían que el juez era investigado por posible conflicto de interés en el caso, citando declaraciones de su papá asegurando que ella y el funcionario mantenían una relación sexoafectiva, y en Rostros salía ella con sus hijos, ufana, presumiendo su hermosa familia en una comida en Atlixco, calificándose como “madre soltera”. Mis papás hablaban de eso entre ellos y de regreso de la escuela escuchaba a mi mamá compartiendo teorías con sus amigas sobre la verdadera causa de la separación.

Las burlas de Luis llegaron pronto. ¿Sabías que Rodrigo ya no tiene papá? Si me reía continuaban las burlas. Si no me reía también continuaban. ¿Sabes que la mamá de Rodrigo es la novia del juez? No te acerques a él, porque si no su mamá le dice al juez y te mete a la cárcel. ¿Sabías que la mamá de Rodrigo quiere cambiarle el nombre a Jorge, como su novio el juez? Nada del otro mundo, nada que no pudiera preverse. A veces tenía que reírme por la presión.

******

Y si esperaba algo, ¿qué era? ¿qué clase de dios? Luego soñé que robaba dinero, sin recordar de dónde ni cuánto ni cómo. Robaba. Corría desquiciado por el Circuito Juan Pablo Segundo en dirección al Bulevar cinco de mayo, a veces atravesándome entre los coches como si pudiera alcanzarlos en velocidad.

******

Un profesor pidió que escribiéramos los nombres de nuestros amigos en la libreta, y como yo solo tenía uno, Beto, que escrito en la página parecía falso, puse los nombres de mis compañeros de escultura. Cuando pasó a revisar mi libreta señaló uno de los nombres y me pidió que le contara algo sobre él. Su hermano trabaja en Africam Safari, le dije. Automáticamente señaló otro nombre y me preguntó que hacía su hermano. Construye casas, le dije. Es constructor.

A todos les di un hermano verosímil. ¿Mi hermano a qué se habría dedicado? El profesor me preguntó si mi hermano estaba viéndome.

“¿Viéndome?”

“Sí”, dijo muy seguro.

“A lo mejor”, pero deseaba que no. Preferiría que me encerraran con Luis tragando Pelones Pelo Rico y vistiendo polos.

El profesor hizo anotaciones en su libreta de lo que respondía. Preguntó si tenía programas favoritos y le dije que muchos.

“¿Cuáles?”.

Lo pensé unos segundos.

“No me sé los nombres”.

“¿Por qué?”

“No lo sé, me gusta uno donde enseñan que los nazis usaban Zyklon B para matar a las personas en los campos de concentración”.

Me preguntó qué más había visto en ese programa y no pude recordar nada extra. Volvió a anotar en su libreta.

“También me gusta ir a clase de escultura”.

*****

Nunca le conté a mi profesor de mi sueño, pero sí a Laurita. Creí que le impresionaría que estuviera robando en mis sueños. Empujó el cachete izquierdo por dentro con la lengua y dijo que sonaba a que me sentía culpable del óbito de mi hermano. ¿Por qué me sentiría culpable? Porque secretamente, dijo, lo quería muerto, porque quería a mis padres para mí solito.

“No te preocupes, probablemente lo superes en algún momento”

Yo no estaba preocupado. Para nada. Solo un poco. De vez en cuando despertaba en su cama, teletransportado a medianoche por fuerzas que no veía en mí en la vigilia.

“No debes dormir aquí”, decían mis padres en la mañana, y regresaba a mi cama matrimonial a ver la decoración con coches de carreras en la pared. Después cerraron con llave el cuarto de mi hermano y amanecí varias veces con la cabeza pegada al resquicio de su puerta.

“Esfuérzate por fijarlo en el preconsciente”, sugería Laurita. Había leído algo de Freud, probablemente algo de Deleuze. Sabía que la mayor parte de la gente va por ahí sin tener la más vaga idea de por qué hace lo que hace. Vean a esas personas matándose en Costa Rica, nos decía. Cuando explotó la guerra civil tica empezó a usarla como epítome del estado del mundo, y la clase de escultura el epítome de cómo debería ser el mundo.

“Que alguien me diga que esos macacos son mejores que una piedra. Si supieran cuánta libertad tienen no habría necesidad de pelear, porque todos se suicidarían ipso facto”.

Sin embargo, para nosotros había esperanza. O eso quiero creer. Pongamos los años que pasamos con ella y apliquemos las moralejas de sus clases a nuestras vidas, hasta que sean mejores. Laurita sabía cosas que nadie más sabía, como la forma en que suena un aplauso con una sola mano.

“Piénselo bien”, exigía, “y luego me cuentan sus ideas. Solo voy a decirles si van por buen camino”

Nos ponderaba con la mirada, y nos veía fijamente hasta el fondo de las pupilas cuando nosotros intentábamos ponderarla.

“Tenemos que dejar de pretender”, repetía mucho. Esa frase me hablaba. Nos conocía, sí, mejor de lo que nosotros nos conocíamos a nosotros mismos. Mejor de lo que yo me conozco hoy a mí.

*****

Rodrigo dijo de pronto que no vendría más. Por culpa mía y de Luis, dijo. Laurita le pidió que repitiera la historia: que no sabía mucho de escultura, ni de arte, en general, pero se esforzaba, quería aprender, y nosotros no hacíamos más que burlarnos de su obra y los conflictos del divorcio de sus papás. Con la cuestión artística podía, pero lo de la familia sobrepasaba los límites. Laurita no sacó un libro de arte, ni invocó a uno de sus admirados prerrafaelitas, ni intentó esbozar una moraleja memorable:

“Algo así pasa de vez en cuando. A ti, a mí”, le dijo. “Si te quedas, te enseñaré a vivir con eso”

Rodrigo no quería aprender a vivir con lo que pasa de vez en cuando. Quería ser artista. Y combatir con sus obras. Aplastarnos. Nos volteó a ver un segundo antes de que pasaran por él ese día.

La clase siguiente Laurita nos enseñó los puntos más vulnerables de la escultura. La base, el espacio entre la base y el suelo, los bordes que se conectan con el espacio alrededor. Presiona aquí, recorta ese borde, era la clase de indicaciones que daba Laurita sin acercarse demasiado. Contaba anécdotas de artistas bloqueados, antes de volver, como si lo olvidara a menudo, a preguntar qué más queríamos saber.

“¿Cuál es tu estilo?”, le preguntó Luis.

“¿Has matado a alguien?”.

Luis se detuvo un segundo, luego siguió moldeando, sin saber qué hacer con la contrapregunta.

“Los hombres siempre ruegan porque alguien termine con su miseria sin pedirles permiso”, sentenció.

“¿Siempre?”, preguntó Luis seriamente.

“Probablemente”.

“Es solo una manera de hablar”, le dije a Luis.

“También puedes decir que es el método universal de autodefensa”, me corrigió Laurita.

“¿Entonces todos quieren que termine su miseria?”

“El arte también es miserable, Luis”, le explicó, “mejor quédate con esa idea”.

Luis, en otra clase, dijo que había visto una forma de hacer que el espectador siempre termine asombrado. Laurita hizo algo que nunca la había visto hacer: sonrió. Genuinamente, y dijo sí, algo así existe en este planeta, pero solo unos pocos pueden hacerlo, y al que escuchaste es uno de ellos. Ella lo demostraría fácilmente.

“¿Quién quiere?”.

Laurita estaba como flotando en el espacio. Podría perder un estudiante, pero tenía otro, y yo era tan influenciable, tan dado a ofrendarle todo mi tiempo mental. Nadie podría predecir si íbamos a convertirnos en Bruce Nauman o el siguiente Che Guevara peleando por la libertad de Guinea Ecuatorial. O una Laurita fumando en el estudio. Quizá presentadores tipo Gómez Leyva, incluso un presidente calvo como Calderón. O solo un Luis crecido, que muchas clases solo habló cuando Laurita preguntaba retóricamente si había preguntas.

“Tú nos has dicho que el arte tampoco es una cosa seria. Pero en mi casa se burlan de ti”, le espetó.

“Esa es la pregunta”, contestó Laurita con toda seguridad.

“¿Cuál?”.

“Nunca he escuchado que alguien se burle de algo serio”.

“Dicen que hay muchas cosas que no has escuchado”.

“Y tienen toda la razón, aunque esa no es la pregunta”.

“Bueno”, se resignó Luis, con sus dientes fósiles, “entonces las personas de la fiesta que nos contaste la otra vez, cuando te dijeron babieca, ¿tenían razón?”.

*******

Un reconocimiento en sus ojos. A lo mejor nos sabía perdidos y estaba practicando para el siguiente grupo de estudiantes. Los grandes artistas, que serían sensibles, receptivos, leales, constantes. Removerían cada milímetro de sus frases hasta convertirlas en sinapsis. ¿Por qué no podía mentirnos y decir que el arte sí es una cosa muy seria? No estoy seguro de que se percatara de todas las pequeñas batallas que estaba perdiendo. Yo sí me daba cuenta. Procrastinaba viendo sus bocetos de proyectos enormes, esculturas para comisiones de grandes museos y fundaciones multimillonarias tirados en el suelo. No tenía que ponerme a leer las notas o preguntarle más del sustento teórico. Ella quería ser piloto pero la habían congelado siendo una niña con aviones de juguete y una pista de alfombra manchada con restos de palomitas. De todo lo que le aprendí ese año es el más duradero en mi memoria.

*******

Ayer le dije a mi mamá que estoy escribiendo de Laurita. ¿Por qué?, le extrañó. No sé bien. Me interesa saber cómo la recuerdas. ¿Además de su incruento fuego interior?, respondió. Sí, además de eso, ma. Era pequeña y medio paranoica, y con ropa que parecía de plástico, a lo mejor por tanta pintura que no lavaba (yo no recordaba nada de su ropa manchada). Lo bueno es que tu papá nunca tuvo que pagar nada. Le escribí para preguntarle cuánto debíamos, pero nunca respondió.

Añadió, sin necesidad, que al menos no le había hecho nada a ninguno de los estudiantes que tuvo (hasta donde ella sabía).

“Nunca le hizo daño a nadie”, interrumpí.

“Tu terapeuta nos decía que luego del óbito de tu hermano necesitabas maestros sensibles y cariñosos, que te ayudaran a amar la vida a pesar de todo”.

“El profesor de padel que te buscamos quería gritarte y tu papá te sacó inmediatamente”. Sí, pocos días tan humillantes como ese. Todos los que pertenecían al equipo muertos de risa mientras mi papá me jalaba por la cancha para que me fuera con él. En mi recuerdo, aunque es poco verosímil, todos los otros niños de la clase tenían un uniforme impoluto.

Tengo más de un recuerdo inverosímil. Estoy seguro, por ejemplo, de haber estado jugando con un amigo de mi colonia, su nombre empezaba con T, y estábamos en su cuarto. T. empezó a repetir que había un intruso, ahí, en el cuarto. Después de mucho preguntarle resultó que el intruso era el diablo, y él estaba seguro porque le veía los cuernos. Me reí, sabiendo que nadie más lo haría, sabiendo que ese “nadie más” era un vacío porque solo éramos él y yo ahí. T. dijo que pelearía con el diablo golpeando los arreglos en las paredes de su cuarto. Era su manera de correrlo. Pasaron horas hasta que el diablo se fue, y T. no le tenía miedo a nada.

“¿Quieres ser tan fuerte como para vencer al diablo?”

“Obvio”, le contesté.

“Solo tienes que esperar”.

“¿Y pelear?”.

“Aceptarlo”, me dijo.

*******

Mi mamá me recordó que cuando mi hermano murió ella vendía perpetuidades de Valle de los Ángeles. Hoy se mofa de eso. Yo también lo haría, pero presiento que en el fondo le rompería el corazón. También quisiera decirle que yo soy pequeño, paranoico y anegado de miedos, como Laurita. Estaba tentado. Si podía reírse de la grosera coincidencia entre su trabajo y la muerte de su hijo tenía que poder reírse de mi situación. Pero no hubo oportunidad de decírselo.

Nuestras llamadas siempre terminaban en silencio, un murmullo de aires cruzando kilómetros de señales. Antes de colgar me recordó que mi papá cumplía años en unos días. Qué reconfortante tener flojera de festejar el cumpleaños de alguien, sentir el tedio de uno más, saber (sin saber realmente, creyendo saber, queriendo saber) que el siguiente año será exactamente igual, y los años seguirán como estúpidos numeritos que nada indican de nuestras realidades.

*******

Ahora recuerdo la ropa de Laurita. Su overol. Quería conservar el proceso de toda su obra en algo suyo, práctico, útil. Usaba siempre la misma ropa en las clases para mostrarnos que el proceso jamás termina, que nosotros también seríamos una capa más de pintura en su vida. Pequeña y un poco paranoica, cuando Luis le contó que su papá seguía burlándose de ella siguió moviendo los dedos sobre una bola de cera.

“¿A qué se dedica tu padre, Luis?”

“No lo sé, pero dice cosas de ti siempre en la comida”

Respiró casi profundamente y encajó el dedo meñique de forma aleatoria en la bola blanca de cera.

Sigue siendo mi modelo de calma.

El dedo meñique, entrando y saliendo, aleatoriamente, de la bola de cera blanca que sostenía con la mano izquierda.

No podía dejar de mirarla. Sus muñecas tenían muchas pecas, de un café muy claro, como si las hubieran sumergido en un agua borrosa.

“Ahora hagan una escultura de ustedes mismos”, ordenó. “Tienen que terminarla antes de irse”

Es lo que hacen los jugadores de la NFL, de la Liga MX, lo que hace Ronaldo ocho horas diarias en la cancha y Phelps en la alberca. Una reflexión sobre sí mismos que los lleva a moldearse. A verse mejor, a verse. Luis no quería.

“Algunas decisiones son inconsecuentes en la vida, Luis”.

“Si esto es inconsecuente”, dijo, pronunciando inconsecuente con dificultad, “quiero morirme hoy también”.

Luis aventó la escultura en la que trabajaba al suelo y se lanzó sobre ella como si estuviera ponchando un globo para espantar con el ruido.

“Déjame ver qué tal quedó eso”, le dijo Laurita.

Yo me puse a esculpirme. Mientras Laurita rechazaba la obra de Luis una ambulancia afuera hacía eco de sus quejidos.

“Voy a quemar todo lo que me has enseñado”, le dijo Luis. “Voy a quemarlo hoy”

“Ese sería un buen trabajo”

“Tienes sangre”, le dije a Luis señalándole la mano.

Volteó la palma derecha, rasgada por un alambre que servía de esqueleto a la escultura en la que trabajaba antes de hacerla volar al suelo.

“Creo que debemos cambiar el método de trabajo”, dijo Laurita. “Pensaré en algo para la próxima clase.

Lo sentí muy abrupto, como una media disculpa no explícita por la herida de Luis.

“¿Estamos haciéndolo mal?”, quise saber.

“El examen fue hoy”, explicó. “Y pasaron”.

*******

“¿Te gustan las clases de arte?”, fue la primera pregunta del terapeuta ese jueves.

Me quedé callado.

“Es muy bueno que tan temprano te intereses en el arte”.

Me halagó su comentario, pero seguí sin responder.

“¿Qué te gusta del arte?”, insistió.

Barajeé las opciones.

“Que puedo hacer lo que se me da la gana”.

Esa era la respuesta que él quería.

*******

Luis casi se va al poco tiempo. Le dio una carta a Laurita, que su papá -hipócritamente- lo obligó a escribir, donde decía que era una gran profesora, que le ayudó mucho a mejorar su autoestima, pero que necesitaba emprender otro camino. Luis jamás hubiera usado esa palabra, emprender. Laurita cerró los ojos y dijo estoy viéndote, Luis, en veinte años, y sigues aplastando un monte de plastilina que crees que eres tú.

A partir de ese día las clases perdieron la poca estructura que tenían. Laurita se metía a su cocina mientras nosotros esculpíamos, salía descalza, nos preguntaba si sabíamos por qué los gatos cruzan las patas al caminar. Luis dijo que no sabía y ella respondió que eso era recorrer la mitad del camino: el reconocimiento.

“¿Qué significa reconocer?”, preguntó Luis.

“Puedes seguir observando a los gatos para saberlo”. “¿Saben dónde dormía mi gato cuando tenía su edad?”, dijo después de unos segundos. “Dormía en el comedor, en el recipiente de vidrio donde se suponía que iban las frutas o la ensalada a la hora de la comida. Mi mamá fingía que le molestaba, pero en la noche, antes de irse a dormir, siempre vaciaba el recipiente y lo ponía cuidadosamente en el centro de la mesa, cumpliendo un ritual que solo ella y mi gato conocían”.

“Quiero ver una foto de tu gato”, le dijo Luis.

“Yo esperé hasta hoy para verlo por primera vez”, contestó Laurita. “Tú bien puedes aguantar algunos años”.

“No quiero robártelo, solo quiero verlo”.

Laurita se pasó la mano por la línea que dividía su cabello a la mitad y sacó su cartera. Tenía una polaroid instantánea mini, en una de las ranuras para tarjetas. La tenía acomodada de forma que antes de sacarla solo pudiera verse el reverso negro. La sacó con un movimiento raudo del dedo índice y el pulgar, sin dejar que el anverso quedara hacia nosotros. Laurita la puso en la mesa de vidrio donde nos ponía vasos con agua, y ni Luis ni yo nos atrevimos a tocarla.

“Totalmente predecible, como una máquina expendedora de refrescos”, dijo Laurita, “aunque ustedes piensen que es ficción”.

Yo no estaba pensando en que fuera ficción. Es como cuando alguien se justifica antes de tiempo, diciendo que no está mintiendo. Explicación no pedida, acusación manifiesta, escucho a mi papá con una sonrisa.

En la imagen, algo desgastada a pesar de la protección de plástico, había un portaminas incrustado en el hoyo medio de un enchufe, suspendido. La pared, igual que el enchufe, blanca, no contrastaba suficiente con el gris tenue del portaminas, y para distinguir que el gris fuerte del suelo era de alfombra tuve que pegarme mucho a la mesa. Laurita hizo algunas anotaciones en una de sus hojas que después dejaba en el suelo, y tomó la foto de la mesa como si la conversación del gato ausente en su retrato siempre hubiera sido irrelevante. Yo sabía que en cualquier momento todos seríamos irrelevantes para ella, pero estaba aplazándolo.

*******

Ya era hora de dejar de fingir. ¿Y qué pasó? Me veía las uñas recién cortadas por mi mamá mientras Laurita nos enseñaba algo que ya había enseñado, viéndolas mucho y preguntándome para qué son esas uñas.

*******

Vino un niño nuevo. Una sola clase, y se fue. Laurita dijo que si tuviera más tiempo y fuerzas hablaría con su mamá y lo haría volver (aunque incluso para mí ya entonces era un garrulo insalvable). Se volteó con Luis para preguntarle por qué seguía viniendo.

“Estar en mi casa todo el tiempo es aburrido”.

Luego me tocó a mí. Me quedé pasmado unos segundos.

“No sé”.

“No me encantan esas respuestas”.

Estábamos estirando los tríceps. A veces hacíamos ese tipo de cosas, de clases de yoga como las de mi mamá o de deportes como los que les gustaban a los demás niños de mi escuela. Laurita creía que había una conexión íntima entre los músculos y el arte, y en la importancia de recordárselo al cuerpo muy seguido. Algunas veces Luis y yo estábamos muy cerca al momento de hacer los estiramientos y me llegaba un ligero tufo de su sudor pueril.

Tocaron la puerta y cuando Laurita abrió el visitante no esperó invitación para pasar.

“¿Qué pasa, Diego? Te ves mal”.

“Estoy mal”, le dijo, “¿cuándo podemos platicar?”.

“Hoy no”.

“¿Puedo quedarme un rato, no voy a interrumpirte?”.

Laurita regresó con nosotros sin responderle, y siguió observando cómo trabajábamos, sabiendo que no volteábamos a averiguar más de su invitado porque no queríamos que nos atacara con preguntas.

A él no le importábamos. Con las manos en las bolsas se puso a caminar alrededor del patio, como si se le hubiera caído algo segundos antes.

“Sí estás interrumpiendo”, le dijo Laurita, “ven otro día”.

“¿Por qué no puede hacer las cosas solo?”, preguntó Laurita apenas se fue. “Porque no puede con la confrontación”, se respondió.

“¿Puedo hacer una escultura de un gladiador después de esta?”, le pregunté.

“Nadie va a pelear aquí”, me dijo. Entró a su cocina y no salió en un rato. Cuando lo hizo nos dijo que tenía un hermano que tuvo nuestra edad.

“¿También se murió?”, le preguntó Luis.

“No, por dios, solo ya no tiene tu edad”.

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Luis se fue definitivamente, por fin. Por fin para mí, espero que también para ella.

“Este ambiente no es estable”, me dijo la sexta o séptima clase que Luis ya no estaba. Laurita estaba furiosa consigo misma. Un tanto abatida, desilusionada. Le dije que me divertían las clases de escultura, aunque esa no fuera la palabra precisa para describir porqué seguía yendo, y respondió que cuando uno es bueno en varias cosas tiene que poner atención para saber exactamente qué está haciendo.

Me reí, no pude contenerme. El gesto de disgusto que me regaló había estado esperando al menos varios días antes de mostrarse.

“Cuando eres mediocre en todo”, continuó, “da igual lo que hagas. Muy liberador. Naces, comes, tal vez te reproduces, y cuando mueres haces un sonido parecido al de una cuchara dejada en un tazón de cereal vacío. ¿No te gusta la idea?”.

“No me importa el sonido que haré cuando muera”

Laurita volteó hacia la puerta, luego al cielo, con tal ímpetu que pensé que gritaría. Pero no gritó. No hizo más que el sonido de una respiración normal y una señal para que dejara la plastilina que estaba colocando.

“Las clases terminaron. Buena suerte en la vida”.

“¿Estás renunciando?”, la acusé.

“No”, aseguró, “solo estoy cortando esta parte”. Levantó los hombros antes de añadir las esculturas y mis anotaciones sobre ustedes se quedan aquí, serán extraños frente a ustedes mismos para siempre.

Hablaba de esa manera en la que hacía referencia a muchas personas a pesar de que solo estuviera yo. Le respondí igual:

“¿Solo nos dejas, no hay una lección sobre esto?”.

Laurita regresó una espátula a su bote y volvió a ser una mujer llamada Laura con un overol manchado de pintura. Una adulta joven, con varios libros leídos, conocimiento en diversas áreas, sin preocupaciones banales por la vestimenta pero con preocupaciones existenciales mayúsculas, intentando encontrar una manera de vivir consigo misma.

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Para entonces ya no nadaba, ya no iba a clases de canto ni de judo, nada de las cosas que hacía antes de descubrir la escultura. Futbol, jugar Age of Empires, todas mis obsesiones ritualísticas que evitaban que mi vida se tornara insufrible. Había dejado de levantar la mano para participar en clase, dejé de imaginarme actuando heroicamente cuando la situación lo ameritara. Un ataque masivo que destruyera Puebla y dejara como sobrevivientes solamente a mis compañeros y a mí. O simplemente un temblor, algo creíble, donde yo pudiera sacar a alguien de los escombros de nuestro salón. Ya ni siquiera daba las gracias cuando el vecino me veía y me daba unos Skwinkles. No sé por qué pensó que me gustaban, o cómo supo que mis papás no me los compraban. Siempre parecía tener un paquete a la mano, ya fuera en la guantera de su camioneta Volkswagen o en el tocador del primer piso de su casa. Quería ir a tocarle para que me diera otro paquete, pero me daba pena. De haberlo hecho me habría contado sobre lo que él hacía cuando tenía mi edad, antes de aconsejarme no comerme todo el paquete en una sentada. Todo eso me hacía querer salir corriendo a comérmelos lo más rápido posible. Mi mamá preguntaba si ya había dado las gracias, y le decía que lo haría al día siguiente, hasta que me harté y le dije que ya lo había hecho.

Reprobé a propósito un examen de inglés para que me tocara con los principiantes. Practicábamos preposiciones, congruencia entre verbo y sujeto. Lo más avanzado era la comparación entre pretérito e imperfecto. Memoricé lo que ya sabía para convertirme en lo que ya era, hasta que la profesora se dio cuenta, habló con la directora y me pasaron a una clase avanzada.

Tres días después de que Laurita me corrió fui a su estudio por vez última. La puerta de la cocina estaba cerrada con llave. Me había saltado por una de las bardas laterales después de tocar y que nadie respondiera. En uno de los mosaicos aún se veía lo que Rodrigo escribió alguna vez con entusiasmo tomando notas de las palabras de Laurita:

Respeta el material

Respeta el proceso

Respeta la obra

Respétate

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Si Rodrigo hubiera estado ahí dudo que le hubiera extrañado mi presencia. Yo no le hubiera preguntado nada. Mi hermano habría sido un gran escultor, diría Rodrigo, pero no es necesario que sepas cómo murió. Es cierto. No es necesario. Y Rodrigo no lo sabe, pero tampoco quiero saberlo. ¿Ahora dónde está?

“A lo mejor no está”.

Toqué el ladrillo con el puño, como si estuviera tocando otra vez la puerta. El vacío del ladrillo tenía algo del vacío de las palabras, con las que sospecho que Laurita dormía adentro, incluso en ese instante. Pero yo nunca vi algo más que la cocina. Laurita no existía en el descanso.

Sin querer tiré un bote lleno de cuñas con el hombro, y temí que la alarma sonara. ¿Qué podría robar?

“Hay que buscar obras de Laurita”, diría Rodrigo.

Ahí estaban sus apuntes de nosotros, y los inicios de todos los proyectos nunca financiados desperdigados en el suelo, pero ¿dónde estaban sus obras terminadas?

“¿Crees que de verdad existe alguna?”.

Pateé la puerta de la cocina. Si la alarma empezaba a sonar ella saldría. Si era la policía pediría perdón. Estaba repasando lo que aprendí en mis clases de escultura. Estaba aprendiendo a respetar un proceso, a respetarme. Estaba pateando fuerte, tanto como podía. Si Rodrigo estuviera ahí me ayudaría a patear la puerta al mismo tiempo, para que se abriera más rápido. Le compartiría de los Skwinkles que mi vecino acababa de darme, por los que no di las gracias, para recuperarnos antes de seguir pateando.

La madera vieja empezó a craquelarse, hasta que mi zapato se quedó trabado entre las esquelas y de churro no me astillé el pie. Si Rodrigo estuviera voltearía a verme como si fuera la primera vez que me ve, como si fuera mi hermano.

¿Y ahora dónde buscábamos?

Rodrigo, mi hermano, tenía que entrar antes. Yo me quedaba quieto, esperando para seguirlo.

Rodrigo, mi hermano, esperaba a que yo entrara.

La alarma sonó.

“Vámonos”, diría mi hermano.

Corrí.

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No encuentro nada sobre la irrupción a la casa. Ninguna nota sobre un posible robo en los periódicos. Ninguna mención de Laurita, en ningún catálogo de exposiciones colectivas locales, ninguna obra suya en internet. Le pregunté a mi mamá cómo llegamos a Laurita, y dice que alguien se la recomendó, pero no recuerda quién. No se sabe su apellido. La imagino llegando en la noche y viendo el hoyo en la puerta de su cocina. Con todas las moralejas de sus clases. Sigue parada en el mismo lugar cuando los policías llegan, y se queda ahí viendo cómo hacen el peritaje.

“Lo logramos”, dice Rodrigo, mi hermano. “Le enseñamos algo nosotros”.

Derrumbaron su casa y pusieron un gimnasio. Muchas personas jóvenes con playeras de la selección, de los Pumas, del Puebla. Empecé a empaparme de mi siguiente rol a seguir, el profe Ruiz, que cuando alguno de los delanteros caía al pasto antes de tirar a gol lo dejaba en la banca el siguiente partido.

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“No vas a convertirte en algo”, me explicó Laurita en mi primera clase. “Eres algo. Mi trabajo es ayudarte a despertarlo”.

Sigue gustándome cómo suena esa primera lección. Como si un yo con más tranquilidad estuviera a la vuelta de la esquina y yo a punto de llegar. Un sábado por la mañana, luego de una peda frustrada, voy al Parque del arte a caminar y hay unas diez personas pintando. Un sábado en el que, además de la inmemorable noche anterior, no tengo nada de qué preocuparme. Los veo llenar los pinceles de pintura viscosa, embarrarla, errar, corregir, mojar el pincel para quitarle los residuos e intentar con un nuevo color. El ambiente es amigable, cada tanto voltean a ver el trabajo de sus compañeros y se echan porras. Como un equipo que se motiva antes de empezar el partido, pero son el único equipo. Observan sus pinturas mucho tiempo, se sientan a varios pasos de distancia, las observan.

Admiro lo cultual de su ánimo, cómo han extraído el veneno del proceso, y lo han convertido en antiveneno. Ahora, cada que juego dominó con mis amigos del anterior trabajo, se me pasan las copas, hablo de más, pierdo doscientos pesos y me regreso en uber a mi casa. Luego me los encuentro en el súper y me escondo en un pasillo hasta que los veo pagando en las cajas.

Cuando los pintores del parque empiezan a irse me acerco más a ver las obras de los que quedan. Uno de ellos responde a un grito desde la entrada. Ahí, los que están a punto de irse vuelven a despedirse de sus compañeros con una mano, y yo también respondo levantando la mano izquierda. Es un gesto que dice yo también era artista.

Es un gesto que dice con un poco más de clases le habría advertido a Luis, Rodrigo, mis hermanos, en lo que estábamos metiéndonos. Si ellos hubieran querido seguir, los habría dado por muertos.